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BERLINALE MIT
CELSO |
por Celso Hoyo |
Berlín recibe este año de una forma más cálida. La
congelada meteorología que nos fue obsequiada el año
pasado parece que ha quedado a recaudo de algún bendito
Dios ártico. A uno, hay que decirlo, Berlín le gusta
blanca. El Mediterráneo, a quienes lo tenemos siempre en
el horizonte, no acostumbra a agasajarnos los inviernos
con nieve; de ahí que apetezca, de vez en cuando, caminar
advirtiendo que tus huellas son visibles negro sobre
blanco, suela sobre terráqueo albor pisado. Pero, de esto
último a la glacialidad inmisericorde de hace doce meses,
a varias decenas de fosilizantes grados bajo cero, va una
invisible sensación frigorífica no apta ni para pingüinos
ciclados. Así pues, la capital germana de mis amores y mis
nostalgias –cómo echa de menos mi corazón a quienes le
hicieron zineamable compañía el año pasado en el ático de
Orianenburger Strasse: no habrá botella de cava
refrescando en la terraza, mas yo os haré zineamante
homenaje cokctailero en el Green Door- acoge la 61ª
edición de la Berlinale brindándonos una sensación
térmica, despejada de toda inclemencia solidificante sobre
rostro, manos y juanetes desprevenidos. La del año pasado,
sin duda alguna, fue la Berlinale del calcetín blanco
gordo, de la braga polar lanuda y de la de acostarse hasta
con la acreditación puesta. Hecha la enumeración definitiva, lo primero que cabe decir del nutrido grupo de films escogidos para participar en la Sección Oficial de este año es que ha sido elaborado asumiendo muchos riesgos. La apuesta por la ausencia de nombres consagrados es más que evidente. Después de ser vistas, ojalá no, quizás reprochemos la temeridad, pero, de partida, semejante criterio no puede sino alabarse. Corren malos tiempos para la sabia nueva y quienes deciden hacerle hueco a la pujanza de valores creativos no conocidos merecen, como poco, el respeto debido a lo osado. Un certamen de esta magnitud debe esforzarse siempre por esa búsqueda. Muchos de los autores consagrados hoy fueron incógnita inédita en el pasado. Por lo tanto, pues, esperemos que alumbren nuestra satisfacción espectadora las obras que nos traen debutantes como el turco-alemán Yasemin Samderelli (ALMANYA –WILLKOMMEN IN DEUTSCHLAND –fuera de concurso-), la argentina, afincada desde hace muchos añes en Méjico, Paula Markovitch (EL PREMIO), el germano Andres Veiel (WER WENN NICHT WIR), los norteamericanos J.C. Chador (MARGIN CALL) y Victoria Mahoney (YELLING TO THE SKY) y el magnífico actor británico Ralph Fiennes, que trae su esperada adaptación del clásico shakespeareano CORIOLANUS. En calidad de casi noveles, junto a éstos, conoceremos la segunda obra del turco Seyfi Teoman (BIZIM BÜYÜK ÇARESIZLIGIMIZ), del israelí Jonathan Sagall (ODEM), del estadounidense Joshua Marton, autor de la inolvidable MARÍA, LLENA ERES DE GRACIA , que presenta una coproducción albano-internacional, titulada THE FORGIVENESS OF BLOOD; también la del ruso Alexander Mindadze (V subbotu) , el esperado reencuentro con la celebrada autora de TU, YO Y TODOS LOS DEMÁS, la polifacética creadora norteamericana Miranda July (THE FUTURE) y la vuelta a Berlín del argentino Rodrigo Moreno, que tan buen sabor de boca dejó con su notable EL CUSTODIO. Lo hace mediante UN MUNDO MISTERIOSO. En el apartado de cineastas ya poseedores de una filmografía, aunque no muy conocida internacionalmente, sí más extensa, hallamos al galo Phillipe Le Guay (LES FEMMES DU 6ÈME ÉTAGE –Fuera de concurso-), al surcoreano Lee Yoo-ki (SARANGHANDA, SARANGHAJI ANNEUNDA), al germano Ulrich Köhler (SCHLAFRANKHEIT), y al joven realizador catalán Jaume Collet-Serra, que sigue desarrollando su carrera en los Estados Unidos (UNKNOWN –Fuera de Concurso-). Y para concluir, el cupo con los autores más consagrados lo cumplen el francés especializado en cine de animación Michel Ocelot (LES CONTES DE LA NUIT), los imprescindibles Win Wenders (PINA –Fuera de Concurso-, el film sobre la danza que había planeado hacer con la legendaria Pina Bausch, y que la inesperada desaparición de ésta impidió) y Werner Herzog (CAVE OF FORGOTTEN DREAMS –Fuera de concurso-, un documental rodado en 3D sobre las pinturas prehistóricas halladas en el año 1994 en el Valle de Ardeche (Sur de Francia), que ahora están consideradas las más viejas del mundo) y los hermanos Cohen, que, fuera de concurso también, inaugurarán el certamen con TRUE GRIT, una personal –esperemos- revisión del inolvidable VALOR DE LEY, de Henry Hathaway. El listado lo completan dos nombres, por los que quien esto escribe tiene una especial predilección. Deseo que sean excelentemente acogidas las nuevas obras del iraní Asghar Farnadi (JODAEIYE NADER AZ SIMIN), autor de la soberbia ABOUT ELLY, y la del maestro húngaro Bela Tar, que de la mano de A TORINÓI LO, indagará en el extraño episodio turinés que desató la grave enfermedad mental del eminente genio de la filosofía Friedrich Nietzsche. Sin embargo, resulta del todo necesario no concluir este pequeño prólogo inicial sin dejar de mencionar la lamentable ausencia en el jurado internacional, presidido por Isabella Rossellini, del excelente realizador iraní Jafar Panahi. La sinrazón que parece estar adueñándose de los cauces político-culturales de su país se está cebando con su dignidad creativa. La sentencia a la que ha sido condenada su capacidad para contemplar el injusto mundo en el que habita, no es sino una señal de la peor desgracia que mantiene intacta nuestro ciego mundo contemporáneo: la falta de libertad promovida por el fundamentalismo religioso. Que la limpieza mostrativa de un cineasta impecable sea asumida como una amenaza, no deja de ser una patética afrenta gestada por locos. El hueco de su silla, durante la conferencia de prensa del jurado, es el espacio en el que ha vencido esa locura de la fe. Sección Oficial
EL PREMIO, de Paula Markovitch Próxima, desapacible, conscientemente incierta y, lamentablemente, también alargada en exceso, esta coproducción mejicano-europea, dirigida por la debutante Paula Markovitch, guionista de la estupenda LAKE TAHOE, de Fernando Eimbcke acumula en su construcción una suerte de elementos en fuga, reclamadores de una exigente atención por parte del espectador. Markovitch arrastra esa multitud de calificativos cómodos que, casi protocolariamente, hay que poner a continuación de la expresión primera obra. Sí, nos hallamos frente a una ostensible intencionalidad, generativa de una voz personal; Sí, advertimos la torrencialidad formal apabullante, mediante la que esa voz intenta hacerse sonar de forma impúdicamente unívoca. Apreciamos todo eso , sin que, no obstante, tengamos que hacerlo para señalar con el dedo acusador de la caída en la petulancia o en la vacua trascendencia de la nada tras aparatoso celofán. EL PREMIO aborda el drama de la pasada dictadura argentina desde un punto de vista tan escapista como inconcreto: el que le presta la mirada inconformada de una niña de siete años. La mirada con apetito sabedor de una niña que vive, con su madre, en una recóndita pequeña población del litoral argentino, llamada San Vicente del Tuyu. Años setenta. Años, por lo tanto, duros y cruentos. Sin embargo, Markovitch no emplaza en ningún momento la consabida parafernalia de todo discurso político-histórico. A la directora sólo le mueve un único, delicado, movedizo e indócil interés: el que siente su extraordinario personaje central. Ceci, la pequeña protagonista, y la multitud de interrogantes, temores y fingimientos que acumula su menuda contundencia. La realizadora impone una deriva escénica a su trabajo con la cámara que trata, por todos los medios, de aprehender el profundo desconcierto vital que palpita en la niña. Lo consigue durante buena parte del metraje. Sin embargo, ese demasía en la obcecación por aunar punto de vista, deseo narrativo y acorralamiento protagónico, sobre todo en el arranque –lo más flojo del film-, contribuye a una permisividad excesiva con respecto a ciertas licencias argumentales. Al debut de Paula Markovich le falla un exceso de metraje más evidente de lo que debiera. Quizás por la furiosa implicación autobiográfica del relato, EL PREMIO adolece de ciertas redundancias y de ciertos alargamientos expositivos que hubieran debido ser cercenados. Sin embargo, ninguno de ellos permite que nos hallemos ante una obra dolosamente fallida. Ni mucho menos. La película supone un notable ejemplo de cine vocacionalmente arriesgado, sensorial y subjetivamente combativo. La inestabilidad, la grisura, la amplitud nebulosa, turbulenta y descarnada de un paraje geográfico castigado meteorológicamente por un viento beligerante y avieso, por un mar incansablemente ruidoso y golpeador son magníficamente aprovechados; primero, en calidad de elemento real condicionador de los movimientos y las necesidades de los personajes, y, segundo, en calidad de elemento simbólico de unos tiempos tan tormentosos como esa fiereza climática retratada. De la misma forma, la pobreza y la carestía con la que queda enmarcado el precario paisaje arquitectónico del lugar –el aula y el patio de la escuela, la casa en la que viven Ceci y su madre, el interior de la de la maestra, viene a abundar en esa crudeza ambiental que asfixia el intuido devenir superviviente en el que se hayan involucrados los dos personajes principales. Toda esta suma de sugerencias gravitatorias contribuye, como ha quedado ya expuesto, a que la máxima urgencia marcada por el objetivo de la realizadora quede emplazada con toda radicalidad. EL PREMIO, o a la búsqueda de la búsqueda de Ceci. La película es ella. Enteramente. La niña y el por qué su madre no le quiere decir el significado de la palabra pesimista, que ella lee en un telegrama que tiene que ver con el posible destino del padre. La niña y el por qué no puede hablar con nadie de su familia. La niña y el por qué su madre se apura ante una redacción en la que ella ha expuesto su opinión sobre el ejército. La niña y el por qué no poder volver a casa. La niña y el por qué enterrar unos libros en la arena de la playa. La niña Ceci o la oceánica verdad intransigente y cuestionadora con la que la actriz niña Paula Galinelli Hertzog sabe pincelarle el alma. EL PREMIO se constituye como una vehemente captura de un universo infantil apremiante, amordazado y libérrimo. Un film interesante, emotivo, voraz y desequilibrado. VALOR DE LEY, de Joel y Ethan Coen Maravilloso ejercicio cinematográfico de los, ya, imprescindibles creadores de MUERTE ENTRE LAS FLORES, el que ha tenido el honor de inaugurar la 61ª edición de la Berlinale. Muy alto se ha puesto el listón. La inaudita cantidad de cine elaborado por cineastas desconocidos va a tener muy difícil superar el derroche de sapiencia fílmica expuesto por esta famosa pareja de hermanos norteamericanos. El arranque del festival ha dado su pistoletazo de salida en la cumbre. Esperemos que lo que se nos venga a retina, a partir de ahora, no sea la ingrata incerteza vertigosa del precipicio. Desde el momento en el que se supo que los hermanos Coen iban a hacer un remake del film de Henry Hathaway de 1969, gracias al cual el mítico John Wayne ganó el único Oscar de toda su vida, habían planteadas serias dudas sobre cual sería el modo privilegiado para acometer este trabajo. De sobra es conocida esa tendencia postmodernizante que ha definido la tajante, cáustica y matemática parafernalia artesanal empleada por las esas mentes insanas, capaces de lo portentoso (EL GRAN LEBOWSKI) y de lo flagrantemente retórico (LADYKILLERS). Definitivamente, el visionado despeja cualquier duda sobre la integridad de los nuevos firmantes. VALOR DE LEY (2010) es una muestra eminente de cine de verdadero, lúcido, sabio y hermoso. La comparación con el film pretérito no es pertinente, pues la intencionalidad de partida es positiva y diametralmente opuesta. Los Coen aseguran que les interesó el texto original en el que está basado aquel. Sin embargo, la concreción, por ejemplo, del personaje masculino principal no hay quien se crea que ha obviado la inmortalizada por John Wayne en el film homónimo precedente. Fuere lo que fuere, los realizadores no tienen que dar justificación alguna. Su película cabalga sola, firme, implacable y pertinazmente propia. VALOR DE LEY nos obsequia con una presunta revitalización de un género extinto: el western. Y digo presunta, porque la cabal implicación de los Cohen es tan conscientemente recóndita que trasciende la mera adscripción a las reglas de éste. Casi se diría que nos hallamos ante un film dramático, a una historia de personajes no concebidos de forma arquetípica, instalados dentro de esa particular geografía, reclamada y reconocible, urdida, prestada por este fundamental género cinematográfico. Los autores de SANGRE FÁCIL se apropian con elegancia, hondura y juicio de un mundo que, dicho sea de paso, no les es en absoluto ajeno. Films como el antecitado, FARGO o NO ES PAÍS PARA VIEJOS le deben mucho a la relectura admirativa que ambos han hecho mediar en muchas de sus propuestas. La soledad expectante y alerta que caracteriza a muchos de sus personajes le debe mucho al perfil canónico del vaquero con revolver , del hombre solitario conocedor de las trampas agazapadas en el legendario Oeste. Sin embargo, en el presente ejercicio lo que han hecho es suavizar la acostumbrada radicalidad de su discurso vitriólico, punzante y surrealista sobre la estupidez humana. En este sentido cabe destacar los evidentes puntos en común que mantiene con una de sus obras anteriores más redondas, la citada adaptación de la novela de Cormac McArthy, “No Country for Old men”. En la presente VALOR DE LEY, la potente capacidad modernizante y transgresora, con la que han logrado confeccionar un intransferible "modus operandi", está aquí más contenida que nunca. Contenida, no obviada. Ni muchísimo menos. Ahí radica la grandeza del film: en la perfecta mixtura que exhibe entre el sometimiento a una iconografía clásica y la urdimbre de una personal apropiación de las leyes impuestas por ésta. VALOR DE LEY rebosa un clasicismo remachado con una óptica revitalizante, honda y crítica, que se revela a conformarse como superficial operación evocativa. Además de por precisar de un punto de partida casi común (el reclamo de un viejo pistolero por parte de un personaje femenino, acuciado por unos vehementes deseos de venganza), mucho antes que a la versión fílmica del año 1969, a quien cabría asociarla es a la maestra operación revisitativa que modeló Clint Eastwood en SIN PERDÓN. El film es Cohen en estado dramático puro. Cohen en el mejor de sus pérfidos estados. Unos nuevos Cohen, visionarios y sólidos, surgidos de su cerebral compromiso con el equilibrio distante y con la falsa nitidez expositiva. Su película es nebulosa, cruel y sosegada. Tajante y certera como el disparo bueno de un duelo a vida de uno. Una emocionante historia de alumbramientos mutuos entre un caza recompensas matón en patente, avanzado, bebido estado de crepúsculo, y una tozuda niña con la inocencia más al filo de lo inclemente de lo que cabría presumirle. Jeff Bridges impresiona y Hailee Steinfield sobrecoje. Ambos logran que el espectador palpe el milagro de lo inolvidable. La cabalgada final de ambos cuaja una de esas secuencias por las que sigue valiendo la pena sentirse apasionado por los hallazgos del Séptimo Arte. Los Cohen, ese par de insólitos inconformistas, que con VALOR DE LEY reclaman su particular y renegado hueco en el Olimpo. Perfecta y fundamental. El joven debutante J.C. Chador decide, para mostrar sus credenciales dentro del panorama actual del cine norteamericano, enlodazarse en aguas impoluta, selectamente turbias. Turbias y venenosas. MARGIN CALL, ese es el título con el que ha bautizado esta crónica financiera de una catástrofe consentida y no anunciada, nos traslada al meollo de la global cuestión que a casi todos los ciudadanos del planeta nos está concerniendo en calidad de plaga bíblica terrenal: la dura crisis económica mundial, que está sacudiendo los cimientos socio-estructurales del planeta. Para ello, el realizador intenta que el espectador de tan candente función contemple el instante mismo del alumbramiento de la fiera, el momento germinal en el que se comenzaron a percibir las primeras grietas en el cascarón de la negra criatura. MARGIN CALL no cimenta su exposición del estado actual de la cosa en debacle urdiendo una ficción desarrollada entre la cola de parados que hay a la entrada de cualquier Oficina de Empleo, en el seno de una familia con la casa hipotecada y la cuenta en números rojos desde el día cinco de cada mes, o en el ámbito ahora precariamente cotidiano de una pequeña empresa o un pequeño comercio a punto de echar el cierre. No, ni mucho menos. Chandor nos reclama para un paseo organizado de veinticuatro horas, por entre los despachos más altos de uno de esos bunkers financieros que vieron venir la catástrofe horas antes de que el parte meteo-económico ya fuera primera plana ruinosa en todos los noticieros. Año 2008. Wall Street, ciudad de Nueva York. Uno de los cargos medios más importantes de una gran empresa financiera es despedido. Antes de irse, le da tiempo a pasarle una información a un inferior suyo. Le comenta que no ha podido concluir un trabajo en el que se hallaba inmerso. Le ruega que le eche un vistazo. También le advierte que tenga cuidado. El joven analista lo hace y, entonces, se da cuenta de que la empresa está a punto de entrar en bancarrota. Y no sólo eso: lo va a hacer el conjunto del sistema bancario del país. MARGIN CALL se adhiere a las consecuencias inmediatas a ese inesperado descubrimiento. A las consecuencias internas, a la forma en la que un comité de urgencia, que reúne a los más importantes mandatarios de la firma, decide hacer frente al inminente desplome, al plan que deberán ir improvisando, pues los privilegiados todopoderosos pronto se dan cuenta de que esas horas previas al caos son cruciales para su salvaguarda. MARGIN CALL resulta una especie de LA JUNGLA DE CRISTAL (EJECUTIVA) sin cristales rotos, sin munición explosiva, de guante blanco de Hermes, calculada, sigilosa, apremiante, en la que los malos son todos los que están dentro y los secuestrados el resto del mundo afuera. El recuerdo de la excelente GLENGARRY GLEN ROSS se hace más que patente. El film saca partido máximo al acotamiento temporal –veinticuatro horas- que lo define, pero sin que los lógicos nervios de la prisa resolutiva desbarren la calma tensa sobre la que transita su nítida andadura. La ópera prima de Chandor fundamenta su amarrado devenir con un planteamiento dramático en el que prima el enfrentamiento verbal entre todos los personajes. Desde ese punto de vista, hay que convenir que el nivel de su material escrito de partida es muy consistente. Los diálogos aportan la información necesaria para concretar en toda su virulencia la magnitud de su problemática central. Hay que reconocer que lo hace de forma no farragosa. Su seguimiento no es dificultoso. La cantidad de datos económicos, bancarios, bursátiles, tóxicos, mercantiles, porcentuales , es abundante, pero jamás farragosa ni incomprensible. A tal efecto, resulta algo más que jocosa la primera aparición pública del presidente de la compañía, en la que exige claridad y síntesis al joven que le debe dar las disquisiciones oportunas, pues, según él, ni él mismo, ni muchos de los altos cargos imperiosamente llamados a ocupar su sitio en la mesa del despacho, van a ser capaces de entender sus explicaciones, si éstas son prolijas en tecnicismos. MARGIN CALL está resuelta con eficacia de conocedor documentado, de avezado en materia. Chandor acierta al evitar cualquier estridencia, cualquier tentación de griterío ensordecedor. La cortesía, la educación, el temple, el fingimiento, la doble intencionalidad, la compostura que manejan los personajes refrendan la carísima y villana catadura ética con la que alimentan su elitista habitualidad vestida de grandes marcas y conducida descapotablemente. Ese adinerado comportamiento, tan exhibicionista en apariencias, y con los escrúpulos guardados en la caja de sus, de súbito, asustados caudales. MARGIN CALL va de tiburones de alto standing, que preferirán el peligro de extinción de los “pezqueñines” que los alimentan, antes que tener que poner en venta sus afilados colmillos “pret a –mucho- porter”. Chandor, hay que reconocerlo, ha sabido granjearse los servicios de depredadores interpretativos tan bregados como Kevin Spacey, Jeremy Irons, Paul Bettany, Demi Moore, Stanley Tucci o Simon Baker. La desconfiada armonía que define el comportamiento actoral es impecable. Es Chandor, quien debiere haber acometido la intentona con una garra más aviesa, más certera, más briosa. La película peca de una cierta blandura escénica, que, aunque, ni mucho menos, la desestabilice, sí impide que ahora mismo estemos hablando de una obra superlativa. Necesaria, sólida y condescendiente en exceso. YELLING TO THE SKY, de Victoria Mahoney Era de esperar. Lo peor que le ocurre al éxito inesperado de un film modesto, no es el riesgo de una desmesurada sobrevaloración. No. Lo peor de una escandalosa trascendencia pública son sus secuelas. La descarada singladura anexa, de quienes se aprestan a sumarse a rebujo de recientemente ganador. No debe extrañarnos, pues, que al río revuelto organizado alrededor de la –ostensiblemente irregular- PRECIOUS, de Lee Daniels, vayamos a tener que ir soportando la fresca ganancia de pescadores prestos a colocar su calco material congelado. La primera de ellas ya ha conseguido, no entendemos cómo, un importante rédito, consiguiendo que se le haga un hueco a su vampírica obviedad dentro de la Selección Oficial a concurso de la presente Berlinale. La copiada cosa se llama YELLING TO THE SKY. La copiante debutante es Victoria Mahoney. Y por salir, para que la cosa no se quede en presunta, sale hasta Gabourney Sidibe, la inolvidable protagonista del citado objeto del deseo de la debutante Victoria. El patrón pseudo-realista afirmado por Daniels hace de roto para este descosido de tamaño irresoluble. Ni con una mítica máquina de coser Singer. De realismo sucio prefabricado va el asunto. Ingredientes, los tiene todos . A saber, enclave de extrarradio conflictivo, como trasfondo espacial dentro del que se acoge la historia; familia desestructurada , como espacio humano inestable, definidor del indócil comportamiento quienes lo moran compartiéndolo a palos secos; violencia cotidiana, como espesor ambiental irrespirable; flirteo con la droga, con el alcohol y con la delincuencia, como destino tentador casi predeterminado. Todos los ingredientes formularios caben en esta historia protagonizada por una joven que, como está indicado en el manual, trata de escapar a la crudeza fatal que la rodea cotidianamente. Sweetness O´hara vive en un hogar regentado por un padre siempre iracundo, colgado y con tendencia al maltrato. En él están, además, y también padeciendo las sacudidas irracionales paternas, su enferma y sufrida madre, y su embarazada hermana mayor, que ansía huir de allí cuanto antes. Por si faltara poco, como reza por supuesto en el prospecto, la calle tampoco le es propicia. Fuera de su casa y en el colegio, Sweetness ha de soportar el acoso desalmado de un grupo de jóvenes de su edad. No se trata aquí de minusvalorar una obra, porque haya sido forjada mediante la convocatoria de elementos poco originales. No, ni mucho menos. YELLING TO THE SKY es una muestra irritantemente manida, no por el acopio de oprobiosos lugares comunes que reúne, sino por lo cómoda que se le nota a la realizadora agitando el brebaje recetado por otro. Mahoney no muestra capacidad alguna para sostener con una mínima verosimilitud dramática interna la suma de trilladas andaduras escogidas para su ocasión. El avance narrativo, debido a la obsesión acumulativa no ahondada que le presta el guión, sólo se atiene al capricho de una voluntad empobrecedoramente ajena a la –nunca respetada- lógica interna exigida por la voz protagonista. De ahí que el viraje redentor que galvaniza el último tercio del film, en lugar de alcanzar un sincero brote emotivo, no haga sino poner en evidencia la superficialidad, el capricho y el improcedente tormento crítico-social con el que está prefabricada la engreída pertinencia de toda la obra. YELLING TO THE SKY se quiere rabiosa y es, en definitiva, antojito denunciante, ordenadamente inútil. Con diferencia, la película más floja vista hasta el momento. Esperemos que no cunda la melindrosa ambición demostrada por este film ya olvidado. INNOCENT SATURDAY, de Alexander Mindadze El veterano cineasta ruso Alexander Mindadze nos presenta la muy particular visión de uno de los hechos que más consternó la paz ambiental de todo el planeta, durante la pasada década de los años ochenta. 26 de abril de 1986, en una ciudad, hasta esa fecha completamente desconocida, cuyo nombre nos alerta con toda claridad sobre esa gravísima circunstancia: Chernobyl. Mindadze, pues, nos propone un acercamiento a uno de los más graves accidentes nucleares del siglo XX. La explosión del reactor de la central energética, sita en esa ciudad, aún hoy, presenta muchísimos interrogantes no esclarecidos sobre sus causas, y, sobre todo, sobre sus consecuencias. Sin embargo, INNOCENT SATURDAY (V SUBBOTU) no pretende desplegar su planteamiento dramático en torno a una posible investigación o a una alumbrativa, pormenorizada recreación de los hechos. Muy lejos de estas dos posibles opciones, el realizador ruso se adhiere a los ojos consternados de un ser que vivió muy de cerca la noche en la que la tragedia tuvo lugar. INNOCENT SATURDAY es una película fieramente subjetiva. Su única máxima pasa por la adhesiva persecución del itinerario físico que va definiendo la angustia a la deriva de Valery, el joven protagonista. Valery, por casualidad, se entera de que algo grave ha acaecido en la central. Las imágenes de apertura del film nos lo muestran corriendo desesperadamente a casa de su superior en el Partido Comunista. Esta toma de contacto - nerviosa, ávida, desorientada- ya nos apercibe de la metodología formal que va a ser empleada durante todo el metraje de la película: el extenuante apego por capturar, podríamos decir que sudorosamente, el continuo vaivén caminante que el joven describe. Dicha extrema vigilancia viene intensificada por una circunstancia que, en modo alguno, contribuye a la calma del personaje: sus superiores le han exigido que no cuente nada de lo que sabe. Así pues, nos hallamos ante esa vehemente, angustiosa y abrumada tesitura definitoria que es el secreto no contando; la tortura de una información vetada a cualquier mínimo desliz informativo. La película de Mindadze, desgraciadamente, no está a la altura de su interesantísimo punto de partida. El director se obceca con una decisión formal, que se torna en su contra debido a su desbordada mediación: el uso de una cámara en mano en continuo estado de histeria, en lugar de ayudar a que el espectador se inmiscuya en la contenida desazón subjetiva que se trata de apresar, lo que hace es expulsarlo, obligarlo a desentenderse de una peripecia zaherida medularmente por causa de una extrema carencia de desarrollo de contenidos. INNOCENTE SATURDAY es una de esos nítidos casos en los que el estilo anula la potencialidad de un contenido con muchas posibilidades, al que el apabullamiento realizativo no hace sino masacrar. Mindadze, pertrechado con una cámara que, más que en la mano, parece que la lleve en el empeine de un delantero punta avanzando hacia portería contraria) comete el error de contemplar la íntima controversia zozobrante que impele al desenfreno sin rumbo en el que cae Valery, mediante un excesivo nerviosismo formal. No puede ser que la cámara imponga un histerismo superior a la agitación que padece el objeto a perseguir. O por lo menos no sin hacer mediar un mínimo remanso procurador de una calma significante. Hace falta mucho juicio, mucho tiento y mucha prudencia para acotar el pánico. El autor de THE PLAY FOR A PASSENGER, en esta ocasión, no sabe suministrarlos. Lo que podría haber sido una magnífica introversión en torno a la fatal impotencia de un ser humano en trance de fatalidad colectiva, queda convertido en una larguísima certificación de una tentativa fílmica rotundamente fallida. INNOCENT SATURDAY tiene muy claro a dónde quiere ir, pero quema el intento por el abuso del peso del pie sobre el acelerador. SLEEPING SICKNESS, de Ulrich Kohler África o el eterno desconocimiento. O la crónica recurrente del mismo estado tercermundista de las cosas. Hasta esa ignota geografía de nuestro planeta nos traslada el germano Ulrich Kohler, mediante esta interesante y muy , de súbito, desestabilizada SLEEPING SICKNESS. Su propuesta concreta una excelente primera parte, que, finalmente, si bien es cierto que por hacer mediar una arriesgada, sorpresiva pirueta narrativa, no cuaja la notabilidad que parecía haber amarrado noblemente hasta el momento del inopinado deslizamiento. En aquella, queda bien definido el mejor logro de todo su metraje: el perfil complejo y cercano de Ebbo, el espléndido personaje central. Ebbo es un médico a cuyo cargo, en Camerún, se halla el funcionamiento de una serie de pequeñas instalaciones médicas, encargadas de controlar un brote de la llamada enfermedad del sueño (la traducción al castellano del título es, precisamente, el nombre de esta patología). Ebbo lleva ya muchos años instalado en ese humilde país del África negra. A su lado, también perfectamente integrada en aquel paraje tan alejado de su Alemania natal, Vera, su esposa. La muy descriptiva escena de apertura relata la llegada al hogar, tras varios meses de ausencia, de su Helen, su única hija, una joven en edad de comenzar estudios superiores. La oscuridad de la noche, el ruido de los camiones cargados de madera que se cruzan, la carestía de la iluminación, la mala calidad de la calzada, introducen al espectador en un el menesteroso universo del enclave en el que se desarrollarán los acontecimientos. Por el contrario, la conversación posterior con un policía que les quiere pedir dinero a causa de la no aparición del pasaporte de Helen, lo que traza es un raudo perfil descriptivo de la vehemente, íntegra personalidad de Ebbo. De esa forma tan eficaz, logra Kohler que el espectador se identifique, mimetice prontamente con la cabal forma de comunicarse con su entorno que posee aquel. Podremos comprender mejor las dudas que se cernirán en seguida sobre su destino, pues, a causa de la inminente matriculación de Helen en un colegio de su país natal, toda la familia toma la decisión de un retorno al origen. Un regreso que, todos los saben, para Ebbo no va a ser nada fácil. El problema principal que cercena la verosimilitud nada complaciente –las diatribas del doctor sobre las sempiternas corruptelas institucionalizadas en aquel demasiado proclive a lo ilícito paraje, los comentarios sobre la falta de enfermos que garanticen las subvenciones, permiten unos apuntes muy reveladores y críticos- de SLEEPING SICKNESS hasta ese momento es la irrupción en el film de Nzila, un joven médico congolés, que acude hasta la comunidad de Yaounde para certificar que ésta cumple su cometido. Lo discordante no es la aparición de este personaje, sino que ésta irrumpe sin aviso alguno e imponiendo abruptamente una larguísima elipsis temporal que descoloca el seguimiento hecho al protagonista. Da la impresión de que se pretende un oscurecimiento de éste, pues el relato lo conducirá la necesidad de Nzila por comunicarse con él. El cambio de elemento guiador hace que Ebbo (y su comportamiento) pasen a ser un enigma. Todo son incertidumbres, conjeturas, ausencias, evitaciones. El guión parece querer evidenciar así una transformación del personaje que le ha sido usurpada al espectador. El ardid, que, en teoría, lo que anhela conseguir es la simbolización de un progresivo deterioro mental de Ebbo –desaparición, sinónimo de metamorfosis-, lo que consigue, muy a la contra, e indolentemente, es hacer evaporar el interés de un film que pierde el rumbo, despeñándose por una autoinmolación que no merecía toda la primera parte. Los autores del film no calibran el peso de una evidencia más que nociva: el segundo personaje vertebrador de la historia, ni de lejos, alcanza la severa magnitud del primero. Tal circunstancia da al traste con su escapista intencionalidad. Y es una verdadera pena, porque el retrato emergido de Ebbo no hubiere debido hacerse confrontar con un opositor pincelado con un apresuramiento novato-cómico, que no adquiere la capacidad testificativa que se le pretende. Estimulante y estropeada. No se lo ha puesto nada fácil a sí mismo, el recocido Ralph Fiennes, a la hora de decidirse por cual iba a ser su primera incursión tras la cámara. El protagonista de EL PACIENTE INGLÉS se ha decantado, nada más y nada menos, que por una adaptación de una de las tragedias “shakespearianas” menos conocidas. Al vasto acervo del autor de ROMEO Y JULIETA le ha pedido prestado los derechos de versión sobre CORIOLANUS, obra en la que dramaturgo inglés se traslada a los inciertos tiempos del inicio de la antigua República Romana, para emplazar al espectador al caos reinante de un momento definido por la vulnerabilidad social y por el riesgo continuado de contiendas bélicas sangrantes. La obra dramática procurada por William Shakespeare narra el punto más álgido y la total caída en desgracia del general romano Gaio Marcio Coriolano, llamado así porque fue el que usurpó al pueblo enemigo de los volscos la ciudad de Corioli, en el año 493 a. de C. Tras esto, su popularidad comenzó a verse muy mermada, pues era un mandatario militar de marcado carácter despótico, que, entre otras cosas, estableció dictámenes muy injustos contra la población plebeya –llegando a prohibir la distribución de trigo para ser sembrado-, mientras, por el contrario, no hacía sino otorgar más favores a los poderosos patricios. Tales decisiones provocaron que fuera condenado al exilio. En él, sorpresivamente, no hizo sino aliarse con los enemigos volscos y embarcar al ejército de éstos en una brutal marcha hacia Roma, con la intención de reconquistarla y consumar su venganza ante lo que él había considerado un menosprecio digno de tal consecuencia. Ya a las puertas de la ciudad, fue la intervención de Volumnia, su madre, la que pudo contener la derrota romana inminente. Fiennes, frente a la magnitud beligerante del material narrativo que da soporte a la obra de teatro, opta por la mutación temporal de los tiempos históricos. Su versión de CORIOLANUS no es, pues, una adaptación epidérmicamente fiel a la dramaturgia desde la que parte. El CORIOLANUS del actor de LA LISTA DE SCHINDLER nos brinda esa siempre resbaladiza operación adaptativa que es la “contemporaneización” de un hecho literario. La puesta al día total, haciendo que la trama argumental tenga lugar en el presente histórico –u otro distinto al pergeñado por el creador- que la ha reclamado. Nada que objetar. Todo autor tiene derecho a reformular un corpus original, que, mediante una intervención ajena y subjetiva, puede correr la fortuna de ser iluminado de un modo lícitamente indagador. El farragoso, reiterativo siempre, problema de las adaptaciones es tan viejo como el mismo hecho de crear. Quien esto escribe, lo único que reclama es que la obra emergente sepa hacer valer su propia osamenta estructural interna y justificada. Que el resultado de la obra resultante de esa voluntad transformadora no sea una mera –y, por lo tanto, empobrecedora- operación de pintura de fachada a un ilustre egregio, que, desde luego, no la ha pedido. Ese es, sin lugar a dudas, el lastre desvalorizador principal del presente debut cinematográfico. Fiennes, no sabemos bien por qué –esta es su segunda culpa – se ha enredado en una dudosísima, por extemporánea, puesta al día, que en ningún momento logra pertinencia cinematográfica alguna. CORIOLANUS, el film, intenta una adaptación de la obra teatral, trasladándola a un marco espacio-temporal, cuyo referente inmediato es el reciente conflicto balcánico. Las tropas, las autoridades, los ciudadanos romanos quedan convertidos en hombres y mujeres inscritos en un miserable drama bélico del final del siglo XX: toda la iconografía (vestuario, armamento, emplazamientos geográficos, paisaje arquitectónico, etc.) así lo hace constatar desde el primer plano. El director incide en una casi omnipresencia de los medios de comunicación actuales (telefonía móvil, televisiones, internet). Sin embargo, fruto de una decisión casi suicida, el realizador opta por un rigurosísimo respeto textual , que se revuelve contra la innovación escénica privilegiada. Los personajes recitan el texto “shakespereano”, de tal forma que los escuchamos, por ejemplo, llamarse con nombres latinos, mientras visten ropaje de Rambo en las escenas de combate. De resultas, lo que advertimos, escena tras escena, es que la lógica teatral se da de bruces con la fílmica. El material escrito dispuesto para la versión cinematográfica no es capaz de modificar la esencia dramática del original y, por lo tanto, la verosimilitud de la obra convertida al celuloide se pierde en el trayecto. Los personajes no adquieren la necesaria individualidad creíble y, por esa razón, casi todos ellos, principalmente el protagonista –un erradísimo, sobreactuado, Ralph Fiennes- devienen meros rostros parlantes, gélidas mascaras reproductoras de algo que no sienten, que solo declaman ridículamente, causando, en muchos pasajes, un irritante efecto distanciador. Y digo casi todos ellos, porque, de ninguna forma se debe incluir a todos en ese decepcionante saco. Dentro de este caos gritón, vacilante, desorientado y huero, emerge una sola verdad apasionantemente sincera y honda: la que brinda la sapiencia interpretativa de la gran Vanessa Redgrave. Sus ojos imponen, inyectan, hacen que se estimule el “Shakespeare” que el ampuloso Fiennes hubiera querido perfilar. Redgrave, o no Redgrave, desde luego Fiennes no sabe de la cuestión. UN MUNDO MISTERIOSO, de Rodrigo Moreno El cineasta Rodrigo Moreno dejó muy buen sabor de boca hace cuatro años con su debut en solitario en el terreno del largometraje. Su notable EL CUSTODIO se alzó con el Premio Alfred Bauer, el galardón que el Jurado Internacional, cada año, otorga a la que ellos consideran la obra con aciertos más innovadores. Aquella dejaba entrever las inspiradas dotes contemplativas de un realizador capacitado para la tensión, para el distanciamiento, para la siembra de inquietudes, dentro de un relato en absoluto clásico: todo el film giraba en torno al seguimiento de un guardaespaldas que, a través del posicionamiento impuesto a la cámara, es vigilado con el mismo celo que él, constantemente, se preocupa por deparar al ejercicio de su profesional obligación. El director argentino nos presenta ahora su nuevo trabajo. Se llama UN MUNDO MISTERIOSO. Bastante más que lamentablemente, su visionado ha servido para constatar que Moreno ha tardado muy poco en creer en la trascendencia de sus posibilidades; desde luego, muchísimo más de lo que éstas pueden llegar a ofrecerle a él. El film es una exquisita demostración del ridículo que se puede llegar a hacer, cuando uno piensa que, por poder, va a poder hasta con la nada más absoluta. UN MUNDO MISTERIOSO es un perfecto artefacto de cine suicidado, de cine perpetrado con engreimiento de niño caprichoso y juguetón, de fatal cine insignificante lanzado por la borda y rezumador de perpleja futilidad. Si algún día Gus Van Sant pudiera ganarse algún dólar, gracias a las multas cobradas a los “Gus-anitos” que lo imitan, creyendo que el vacío narrativo de una película vacía que acosa a un personaje llenito de un más vacío todavía lo han inventado ellos, ese día, el autor de GERRY se compra Wall-Street. El tal Moreno que ahora nos ocupa figuraría impepinablemente en la lista de morosos a pagar. UN MUNDO MISTERIOSO arranca con un plano fijo que permite que veamos dos cuerpos entrelazados, semidesnudos, reposados sobre una cama. Comienzan a despertarse, a vestirse y, de pronto, mientras él, que previamente le ha traído un vaso con algo caliente, lee la prensa acostado, ella le espeta que necesita tiempo, que cree necesaria una temporada de separación. Él trata de que le de alguna explicación convincente, pero la negativa de ella parece que está bien decidida. El film, en teoría, lo que va a pretender es atrapar el estado de shock en el que queda Boris, el joven abandonado. Para ello, de la misma forma que ocurría en EL CUSTODIO, Moreno vuelve a incidir en la persecución al elemento central del relato. La cámara le acompañara durante un periplo carente de voluntad: un tour dirigido por un inexplicable albedrío. Y ahí es en donde comete el mayor error de esta ínclita tropelía fílmica. La diferencia fundamental entre las dos obras la refiere el interés procurado y desprendido por ambos elementos protagónicos. Mientras el profesional de la salvaguarda de EL CUSTODIO iba, poco a poco, demostrando un malestar subjetivo, que estallaba contundentemente en la dura escena final, Boris es un personaje que no se puede calificar más que de desafortunado. En el film del año 2007, el ejercicio de las tareas habituales del guardaespaldas procuraba una mínima relación de hechos y situaciones. En el presente, en cambio, el joven observado, debido a un guión completamente deficiente y desahogado, no revierte en la atención del espectador ningún movimiento que siembre el más mínimo interés. Es más, ésta parece ser la máxima del cineasta-guionista: tratar de escenificar la nada mediante la nada más mínima. Pero es que UN MUNDO MISTERIOSO ni describe mundo alguno, ni concreta misterio misterioso. Aquí sólo hay empecinamiento en la estupidez humana, trazada en calidad de mapa equivocado o de mema odisea de pez absorto introvertido. Boris es un personaje hecho a la contra de todo y por eso todo –empezando por la paciencia del espectador- se vuelve contra él. La película acaba resultando una copia no certificada, amodorrativa, cabreante, empobrecedora y plana de EN LA CIUDAD DE SILVIA, del maestro Guerín. Un film embutido de paralización, coma temporal y una gratuidad de movimientos absolutamente apedreable. Petulante y huera, este elogio a lo anodino apesta a baratería de relumbrón, avalada por confiados ciegos o confiados tontos. La tontuna, esa banalidad, esa ceguera, esa pérdida de tiempo. NADER AND SIMIN, A SEPARATION, de Asghar Farhadi Hace dos años ya deslumbró aquí a todo el personal crítico, desplazado a la capital germana para dar consecuente –y, muchas veces, martirizante- cobertura a la cita. Lo ha vuelto a lograr, de nuevo, en esta gris edición de la Berlinale. El gran cineasta iraní Asghar Farhadi incide en brindarnos la justificación que le hace falta a cualquier aficionado al cine para avivar las ganas por asistir a esta clase de eventos. Lo dicho, lo hizo mediante ABOUT ELLY, aquella consternante reflexión sobre el súbito malestar que irrumpe cuando acontece lo imprevisto anegando de fatalidad y, ahora, lo hace con otro prodigio dramático titulado NADER AND SIMIN, A SEPARATION. El iraní se convierte, mediante ella, en uno de los nombres más importantes del cine contemporáneo. Su talento, por fortuna para quienes admiramos la primera citada, no es decepcionante flor de un solo día casual. Alguien que es capaz de concatenar dos complejidades narrativas tan espinosas, maduras y fluidas como las que acaban de ser mencionadas, no puede más que ser catalogado como imprescindible. NADER AND SIMIN, A SEPARATION, como su nombre avanza, nos presenta a una pareja en trance de disolución. Farhadi se muestra muy presto en mostrarnos el epicentro de ese virulento huracán emocional. El plano medio y fijísimo que abre el film encuadra a la pareja, sentados, mirando de frente a la cámara, exponiendo las razones de su ruptura legal a un funcionario judicial que el espectador no ve; que, por lo tanto, permanece fuera de campo. La frontalidad, la fijación, y la permanencia del plano permiten no sólo que los dos irreconciliables personajes –su acalorada discusión- den las claves sobre los motivos por los cuales una quiere zanjar la situación (tiene completamente ultimada la oportunidad de salir de su país con su familia,) y el otro no quiere firmarla (argumenta que el grave estado de la salud mental de su anciano padre –avanzado Alzheimer- le impide marcharse y cumplir con lo pactado con ella), sino que también se trace una vasta, preclara, fidedigna panorámica de los aledaños familiares, a los que también incumbe las consecuencias de esa dolorosa pugna legal. En especial, los dos se muestran incompatibles en la custodia o en la pérdida de Termeh, la hija adolescente del matrimonio, quien decide quedarse a vivir con su padre, mientras, Simin, temporalmente, hasta que se dilucide la sentencia, toma la decisión de alojarse en casa de su madre. La jugosa escena de apertura nos alerta, con nitidez, sobre el dispositivo formal que el realizador va a emplear para trazar el acorralamiento a las previsibles fisuras generadas por la candente temperatura familiar. Farhadi, al igual que ocurriera en ABOUT ELLY, va a huir de cualquier tipo de retórica visual. El cometido de su cámara será el de elevarse adhesivamente hasta la altura de los ojos de sus humanísimos personajes; de los ojos y también de sus dudas, de sus sufrimientos, de sus afectaciones y de los secretos a los que el periplo les va a obligar a cometer. A través del visor encuadrante de aquella, se aprehende la vida abrumada por la que se tambalean todos ellos. A tal efecto, cabe destacar la escena de salida del piso de la esposa: las miradas silenciosas, no subrayadas, del marido y la hija dirimen una doliente expectación callada, que el realizador sostiene con una tensa naturalidad que, sin ningún tipo de estridencia, no va a dejar de mantener afilada en ningún momento. El director únicamente tolerará un maestro ardid sorpresivo: de la misma forma que en ABOUT ELLY, la desaparición de la maestra daba al traste con las lógicas expectativas del relato, en su nueva compungida precisión polifónica la aparición de Razieh, una mujer que Nader contrata para que se haga cargo de su padre mientras el acude a su trabajo, origina otro abismal vuelco a la aventurable deriva que parecieren inferir los pocos acontecimientos expuestos. Éste personaje espoleará el relato hacia ese magistral neorrealismo, en el que Farhadi demuestra su categoría de preciso contemplador de la existencia humana, entendida ésta como una frágil peripecia siempre porosa a lo fatídico, a lo perturbador, a lo inseguro, a lo empeorable. Un mínimo accidente doméstico complicará el devenir cotidiano, ya alterado, de todos los elementos humanos convocados en la trama. Estremece ser testigo de una pulcritud combativa tan precisa y capaz como la que impone la atenta entereza mostrativa del iraní. En su cine no hay malvados ni inocentes. Todos son víctimas de un designio que ninguno puede prever. Todos son capturados con una extremada cautela, a través de un inclemente respeto, que les posibilita un espacio intransferible desde el cada uno se defenderá con la uña convertida en garra. El cine de Farhadi abjura de enjuiciamientos: su mayor tesón es el reparto de premisas y argumentaciones. Por su cine se cuela la cruda verdad que es ese obstáculo permanente llamado vida. Certera, vivible, arriesgadísima, noble y sobresaliente. Una lección de cine para todos aquellos estafadores empeñados en hacer de él una ventana por la que hacerse asomar a sí mismos. El cine de Farhadi es una ventana: el espectador se encarama hasta ella y mira con sus ojos lo que éstos quieren ver. Esa es la auténtica diferencia entre el arte y el ombligo. TALES OF THE NIGHT, de Michel Ocelot Michel Ocelot, el reconocido cineasta de animación francés, autor de la celebrada KIRIKÚ Y LA BRUJA, ha tenido el honor de convertirse en el primer realizador que entra a formar parte de la Sección Oficial a concurso del certamen germano, de la mano de un largometraje de dibujos animados. Se da la circunstancia, además, de que el pase de prensa del film también ha supuesto una novedosa experiencia dentro de los anales de la historia de éste: ha sido la primera proyección en sistema 3D. La gigantesca pantalla del Berlinale Palast hoy, pues, ha sido un cúmulo de acontecimientos técnico-cinematográficos. TALES OF THE NIGHT, así se llama la acumulada de tanta novedad sólo por estas coincidencias ya se ha hecho un curioso hueco en la vasto archivo berlinalero. TALES OF THE NIGHT, más allá de la parafernalia tridimensional mencionada, supone el reencuentro con el muy prontamente identificable universo creativo de Ocelot; esto es, TALES OF THE NIGHT no aporta nada nuevo a una veterana trayectoria, combativamente enfrascada en un empeño deliciosamente artesanal, muy alejado tanto de la perfección técnica hollywoodiense como de las preferencias temáticas transitadas por éste. En Ocelot prima una idea de lo ingenuo, de lo sencillo, de lo estrictamente primario, que veta cualquier mínima concesión a un espectáculo vertiginosamente codificado. De apariencia, cromáticamente exhuberante, y de un formalismo a conciencia muy primigenio, esta elección estética de partida no es en absoluto caprichosa, sino que se antoja completamente acorde con los contenidos privilegiados por el autor de AZUR Y ASMAR. Éste trazo bidimensional, simple, rescatador lúcido de una concepción antigua y superada, se adecúa placenteramente a la predilección de Ocelot por ese paradigmático corpus específico que es el cuento infantil. La animación de Ocelot no bebe del cómic, ni de la televisión, ni del cine clásico; lo hace de esta ceñida especialidad literaria. TALES OF THE NIGHT, pronto lo advertimos, incide en este saber hacer casi, hoy en día, intransferible. Sin embargo, la película, en su mismo inicio, exhibe un curioso elemento escénico, al que, por desgracia, Ocelot no saca el partido que cabía prever ante una elección tan significativa, exhibida, además, en el mismo primer instante de arranque: una gran plano general exterior nos presenta , al pie de unos grandes edificios con sus ventanas, casi todas ellas iluminadas, la fachada de un cine cerrado, en visible estado de abandono. A continuación, un movimiento de avance hacia la puerta nos introduce al interior de éste. Allí vemos a tres personajes reunidos en torno a unos papeles situados en unas mesas y a algunos extraños aparatos. Ocelot no los colorea: los cuerpos humanos aparecen desprovistos de color; solo se muestran pinceladas sus siluetas en negro. Estos tres personajes se hallan allí dando rienda suelta a su imaginación, maquinando diferentes historias, todas ellas elaboradas atendiendo al medular canon creativo de la fantasía exótica. TALES OF THE NIGHT, estructuralmente, como ya indica el título, se rinde a la clásica mediación de un elemento narrador de los distintos episodios conformadores de toda la obra: la fórmula intra-oral magnificada por los “Cuentos de las mil y una noches”. La película avanza exhibiendo seis cuentos urdidos por los tres habitantes del cine abandonado. Cabe decir que la nueva apuesta de Ocelot sigue blandiendo el encanto formal humilde, elemental, candoroso de sus obras anteriores. La curiosidad por saber si la decisión tridimensional le hubiere llevado a una nociva transformación autoral en seguida queda informada: nada de nada. Es más, ese ardid de puesta en escena de no colorear a los seres vivos que convocan las distintas tramas produce un efecto curioso, pues la evocación a las arcaicas sombras chinescas se antoja casi provocadora al estar emplazada en un artefacto de la dimensionalidad presente. Ocelot logra una deliciosa armonía entre esa apariencia primitiva y el soporte modernísimo dentro del cual ésta luce primorosamente grácil. No obstante, aquí radica el pero principal de la obra. El autor se desentiende de esta reflexión metacinematográfica que parece emplazar. La reivindicación del trazo primero instalado en un mecanismo ultracontemporáneo y, sobre todo, la inserción inicial de un espacio tan simbólico como el de un cine hacían presagiar un planteamiento reflexivo, que se diluye en aras de una mera concatenación de episodios siempre presentados de la misma forma. La nulidad descriptiva con la que están despachados los tres personajes narradores se lvuelve en contra de la amenidad del film, pues concluyen, agotados, convertidos en mero nexo uniforme e iterado. La imagen de ese cine abandonado, pero, al mismo tiempo, emplazado como único lugar posible de ensoñación y fantasía hubiera debido ser retomada de algún modo. Ocelot no lo hace y el film se resiente de una reiterativa ilación episodios, poco dispares entre sí temáticamente. Bonita, pero insatisfactoria. THE FORGIVENESS OF BLOOD, de Joshua Marston Creador de la notable MARÍA, LLENA ERES DE GRACIA (2004), el norteamericano Joshua Marston ha tardado siete años en volver a dirigir un largometraje. THE FORGIVENESS OF BLOOD supone, pues, la ocasión de comprobar si las aptitudes demostradas en su premiado debut se confirman. Aquel vigoroso ramalazo de autenticidad fílmica preconizaba la solidez expositiva de un cineasta preocupado por la onerosa magnitud del desequilibrio social que campa, sanciona al mundo contemporáneo. Por las fisuras a través de las que hiede la miseria acumulada en la cara cada vez menos oculta de éste. Afortunadamente, semejante brío enmarcativo no sólo se ve demostrado, sino que se nos devuelve en estado de evidente mejora. THE FORGIVENES OF BLOOD mantiene los logros acreditados en el film protagonizado por Catalina Sandino y, además, garantiza la fiabilidad narrativa de un Marston poseedor de los recursos mediante los que hacerlos definirse más ahondativamente. Cómo ya sucedía en MARÍA, LLENA ERES DE GRACIA el estadounidense decide escarbar en una cultura completamente ajena a la suya, después de meses dedicado a escudriñar, sobre el terreno, en una perentoria problemática, anidada dentro del ámbito elegido para su penetrante pesquisa. El film, en esta ocasión, nos traslada a uno de los confines menos conocidos de nuestra coetánea realidad europea. THE FORGIVENESS OF BLOOD se sitúa espacialmente en el norte de la casi siempre olvidada Albania. El film lo abre un gran plano general que describe un ámbito rural. Un no muy común carruaje lo cruza por un mínimo camino que se perfila al medio. El caballo se detiene, pues unas piedras de considerable envergadura impiden que éste pueda acceder a la carretera principal. Sin saltar a otro plano, vemos que del carruaje bajan un hombre y un joven. Con gestos de evidente fastidio, apartan los obstáculos a un lado, y vuelven a subirse para, definitivamente, continuar su ruta. Con tan exigua parafernalia escénica, Marston describe, nítidamente, el motivo argumental que espoleará el meollo dramático sobre el que se asienta el devenir narrativo del film, a la vez que, con la misma prontitud, evidencia la estrechez ambiental, la ausencia de modernidad urbana, en el entorno donde éste va a tener lugar. El film gravita en torno a la persistencia secular de problemas enquistados, intemporalmente, en espacios regidos al margen, a irracionales espaldas de la vertiginosa velocidad comunicativa caracterizadora del mundo moderno. La tierra y su ley antigua. La propiedad, como motivo detonador de odios vecinales añosos. La primitiva socialización de esos núcleos sociales en los que impera un corpus legislativo no escrito, que imparte una justicia atrasada, impasible, cuasi-medieval, contra la que ningún habitante osa blandir el más mínimo desacato. THE FORGIVENESS OF BLOOD (“El perdón de la sangre”) nos narra uno de esos bretes. La familia del joven Nik es la propietaria del vehículo antes citado. Con él, se ganan la vida, pues son repartidores de pan por esa zona. Las piedras entorpecientes han sido colocadas por un vecino, dueño del terreno que ese camino cruza. Un diálogo nada cordial entre el padre de Nik y éste nos describe la situación. El amo del campo no quiere que el carro de la familia de aquel transite su propiedad. El padre argumenta que ese itinerario ha sido posible hacerlo siempre y que, si no lo hace, debe efectuar una vuelta enorme y madrugar mucho más de lo que ya lo hace. A partir de este momento la tensión está servida. Y ocurre lo que esa insistencia tozuda en lo irracional augura. Hay una discusión acalorada. Hay una muerte. El padre de Nik se escapa. Pero toda su familia queda a merced de la “kuna”, un código de honor pseudojudicial, según el cual, la familia de un presunto asesino fugado queda a merced de la voluntad de la que ha de enterrar a la víctima. Todos los miembros masculinos de la primera deben permanecer encerrados en casa durante los años que los otros deseen, hasta que el evadido vaya a la cárcel o muera. De resultas, el joven Nik sentirá de pronto que le han detenido la vida. El encierro en el hogar familiar, consternado y roto, adquiere opresiva penalidad de muerto en vida. THE FORGIVENESS OF BLOOD se perfila como un crudo relato sobre esa inclemencia tan tortuosa que es el peso de una injusticia punzada sobre la frágil estabilidad de un inocente con la defensa negada. Sin embargo, Marston eleva su mirada por encima de esa angustiosa circunstancia individual y sabe capturar la difícil problemática colectiva que vive la población joven de aquellas zonas tan desheredadas de la modernidad. Lo más sobresaliente de esta esforzada propuesta es lo admirablemente resuelto que está el dilema de la perentoriedad individual del personaje utilizado como símbolo, el poderoso retrato emergente como individuo creíblemente acuciado, y la visión global que permite el análisis de su sancionada singladura. A tal efecto cabe resaltar la utilidad de una primera parte nítidamente descriptiva, en la que no resultan gratuitos ciertos apuntes representativos del choque brutal que se desprende entre las condiciones de vida rurales del entorno, los ancestrales peajes sociales asumidos y los elementos de una contemporaneidad técnica que es utilizada por el sector más joven como recurso para un anhelado escape. El uso constante del móvil, el futuro estudiantil, el proyecto de un local con ordenadores conectados a internet que Nik tiene más que meditado… el director se detiene en ellos para que cuando, posteriormente, estalle el drama, éste no sea vislumbrado en calidad de mero percance criminal. Un potente retrato sobre el intolerable arbitrio de lo habitual insensato, enquistado bajo inasible y categórico peso, que no justicia, de ley. THE FUTURE, de Miranda July La polifacética Miranda July vuelve a tomar los mandos y las escrituras de su pizpireta cámara de cine. Reconocida videocreadora , punto de referencia de la vanguardia multimedia artística de su país, la autora de la curiosa TU, YO Y TODOS LOS DEMÁS (2005) nos brinda la oportunidad de que degustemos su particularísima caligrafía cinematográfica: una propuesta pretendidamente original, en la que, desde el primero de sus desabridos encuadres, queda patente su adicta adscripción a esa franquicia identificable que es el cine independiente norteamericano. Factoría no registrada ésta, pero con plataforma-sede en Sundance, que, a base de una iterada, pertinaz modestia formal y de una cierta unificación de contenidos, va camino de convertirse en una obediente modalidad de desaliño productivo, vista para próximo agotamiento difunto. THE FUTURE emplaza la historia del final de una pareja en avanzado estado de pacífica destrucción. Son Sophie y Nelson, una pareja de cuarentones bastante cansada de cansarse. La directora, mediante un callado sentido del humor, esforzándose por acumular sobre su observación una mansa ironía no sangrante, los pincela bajo un prisma procurador de un amable pesimismo. El aburrimiento afectivo les lleva a adoptar una extraña criatura: una especie de gato que padece una extrañísima enfermedad. Como elemento aún más extrañador, la guionista pone voz subjetiva y en off a los pensamientos del animal y le convierte, de alguna manera, en la plataforma desde la que los espectadores accedemos a la intimidad perpleja de la gélida pareja protagonista. La película, en definitiva, acaba convirtiéndose en un disparatado vehículo de las crípticas intencionalidades autorales de su creadora. Su mayor problema es el tozudo empecinamiento en una comicidad sólo apta para privilegiados comulgantes con la muy descabalgada liturgia, en una narratividad regida por un antojadizo albur pseudo-existencial con el que intenta darse a sí misma por válida, y en una descarada formulación, más codificada ya que el cine de acción comercial, no clásica, que se quiere erudita y concluye distantemente boba. THE FUTURE es pura impertinencia fílmica, en la que, sólo por momentos, la directora logra reivindicar cierta abstracta validez para con la confesión íntima de sus criaturas. El resto no pasa de cuentecito para aplaudidores con pose, en el que todo está genuflexionado en torno a la ocurrencia de quien la ha maquinado. Nos hallamos ante uno de esos ejemplos de cine tapadera en lo que lo de menos es el film, y, lo de más, la apabullante exhibición ególatra de su creador. Vamos, como si, quien esto escribe da una cena para enseñar su nuevo piso, recibe a sus invitados vestido de Lady Gagá, y luego los obliga a ver las fotos de la caída de su primer diente para, así, darlos por cenados. Una descarriada simbiosis entre Michael Gondry y Woody Allen. La segunda obra de July ofrece muy pocos argumentos para que esperemos desesperadamente la tercera. La desesperada jactación de algunos egos ultrasubjetivos corren el riesgo de que los espere su orgullosa madre. THE TORINO HORSE, de Bela Tarr El cineasta húngaro Bela Tarr vuelve a incidir en su radicalidad autoral. THE TORINO HORSE supone el reencuentro con uno de los manantiales creativos, en los que se colma de contenido el milagrosamente vivo cine de autor europeo. De entre todos ellos, el cauce definido por el descriptivo espesor esencial que éste privilegia, puede que sea, junto con el del también imprescindible Alexander Sokurov, uno de los pocos en los que yace amarrada una concepción del arte cinematográfico más férreamente atrincherada en el convencimiento de la imagen atemporalmente pura y duradera. Nos hallamos ante cineastas incombustibles a su única forma de entender el alumbramiento de ésta. El alumbramiento reposado, limpio y cruel de toda imagen organizada por su discurso fílmico y, de resultas, generada dentro de la exigencia conceptual que delimitan los márgenes de cada plano empleado por su voluntad significadora. De ahí que cada encuadre genere un tiempo, que no brota del relato, sino que estimula la paciencia meditante de ese calculado encuadre . Y tras él, la lejana pureza de una imagen que sobrepasa su iconicidad para hacer germinar una tupida conciencia. THE TORINO HORSE viene a postularse como una rigurosa, concentrada y clemente aportación de esta nítida conciencia medular. La película comienza haciendo mención, mediante una rocosa voz en off, al famoso episodio turinés que condicionó los años finales de la vida del gran filósofo alemán F. W. Nietzsche. Se dice que durante uno de sus paseos diarios por la Vía San Carlo de Turín, el pensador, que ya había empezado a dar muestras de una cierta enajenación, se detuvo horrorizado ante el espectáculo que estaba teniendo lugar ante sus ojos: el conductor de un carruaje estaba fustigando violentamente al caballo conductor del vehículo, porque no quería seguir la marcha. El autor de ASÍ HABLÓ ZARATUSTRA corrió a abrazarse al cuello del animal y, a continuación, le pidió perdón en nombre de la brutalidad humana. Todas las biografías habidas sobre él, coinciden en apuntar a éste hecho como el punto desencadenador de la súbita irrupción de la enfermedad mental de la que ya nunca logró recobrarse. Concluida la narración de los hechos, Bela Tarr desliza el devenir de su mostración hacia la figura de un caballo que, esforzadamente, mientras azota una contundente tormenta de viento, transporta un carruaje cuyas riendas gobierna un anciano. Del episodio turinés ya no volvemos a saber nada. La película principia en él, pero lo abandona de inmediato a la cuneta de un sucinto devenir de acontecimientos, todos ellos fundamentados en la sigilosa interactuación de cinco únicos componentes escénicos: el hombre, el caballo, el hogar al que se encaminan, la hija del primero, y la adversidad metereológica, que ya no cesará de imponer su abrumadora severidad externa y tiránica. THE TORINO HORSE se sustancia en la iterada rutina existencial definida por la confrontación de los tres integrantes vivos contra la crudeza destemplada que oprime la imposición de los otros dos. El autor de THE MAN FROM LONDON no imbrica ningún otro integrante sorpresivo mientras dura el tiempo de su áspera y bella exposición. Sólo se vale de la armoniosa, cruenta acumulación de habitualidades que van a describir los dos personajes centrales, durante las seis jornadas que precisa la demarcación temporal por la que aquellas transcurren. El espectador asiste a una constante repetición de acciones: al cómo la hija viste al padre, a cómo ésta prepara una patata hervida para cada uno, a cómo se la comen con las manos, a cómo ella recoge los platos de madera, a cómo, mientras no cesa de arreciar el vendaval omnipresente, también va a sacar agua al pozo que hay frente a la puerta de la humildísima morada, a cómo cuida al animal en su semiderruido establo… Una y otra vez el mismo encadenado de rituales cotidianos, deambulados resignadamente por dos seres condenados a asumir la sentencia inmisericorde de una soledad primitivamente sepulcral. THE TORINO HORSE, mediante esa estrategia urdida a base de repeticiones inaplazables, desvela una virulento discurso determinista , en el que el elemento humano queda definido como figura patéticamente abnegada a la furia de un destino del que le resulta imposible escapar. La última creación del autor de esa obra maestra absoluta llamada LAS ARMONÍAS WERCKMEISTER golpea la retina del espectador mediante la hermosura torturada de unas abismadas imágenes en blanco y negro. El blanco y negro de Bela Tarr resulta una invocación nihilista y aglomerada a la textura primigenia de los creadores del lenguaje cinematográfico. El blanco y negro primitivo adquiere, aquí, remota densidad violenta de mortaja, de fatalidad en vida esclava y mísera, de oprobio secularmente asumido por los desfavorecidos y los habitantes del margen. La historia de la existencia humana emergida en los rescoldos expulsados de este hombre viejo y cansado, esta mujer esclava, y un caballo que no quiere comer. La imagen de la hija mirando, sentada, dentro de la casa, a través de una ventana sobre la que golpe con fuerza indesmayable el viento exterior y las hojas por el levantadas, resume implacablemente el luctuoso pesimismo desde el que está observado el lentísimo transcurrir de imágenes y planos. Lo lúgubre se apodera de esa mirada oteadora de un inmenso horizonte despoblado y resentido. La mujer, su esfuerzo, y como recompensa la nada. Bela Tarr, o la implacable serenidad de lo oscuro hecho proeza fílmica. |