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Muestra diáfana de buen cine independiente norteamericano en la era de los anillos oscarizados, de cine modesto que obstina su interés en el retrato tenue, silencioso y complejo de sus personajes, de cine inclinado tanto a la ausencia de espectacularización violenta, al desdén de la acción vertiginosa y fatua, como al desprecio del artificio maquillado con precisísimos, subrayantes y apabulladores efectos especiales, THE STATION AGENT viene a hacerse un hueco ecuánime e ingenioso entre las predilecciones de todos aquellos que preferimos las correrías breves e irracionales de Scarlett Johansson y Bill Murray en la románticamente elegíaca LOST IN TRASLATION, a las portentosas batallas informatizadas y sangrientas que engrandecen la irregular y mastodóntica trilogía de Peter Jackson; o a filtrarse en medio de los favoritismos oscuros de los que reconocemos el sedimento amargo e incrédulo de la venganza inmisericorde y severa de modo más certero en el gesto esquinado, torvo, y doliente de Sean Penn sentado frente a Tim Robbins en MISTIC RIVER, que en la pericia fragorosa, volátil e insaciable de la omninquietante, omnicortante, omnianiquiladora katana de la indeclinanle y mancillada Srta. Thurman protagonista de la muy tarantiniana y kung-fu KILL BILL VOL 1.
Tom Mcarthy opta en su debut por la modesta descripción del encuentro de tres personajes solitarios (Finbar, Olivia y Joe), a los que la fortuita fricción, el contacto recíproco irremediable, o la casualidad de la cercanía de sus respectivos (tanto como dispares) aislamientos les va a jugar la inesperada carambola, el improvisado sopetón de la convivencia, asumida ésta como necesidad, como atrapable válvula de escape consentida, vivificante, urgente. Es precisamente la aparente insociabilidad, la figurada antipatía callada de Finbar la que va a polarizar el encadenado de coincidencias y enlazamientos sobre los cuales la historia va a ir insistiendo profundizando. Finbar se nos presenta como un ser intensamente marcado por la manifiesta tara de su corta estatura. Es un enano poco hablador, que trabaja como empleado en una curiosa tienda de trenes de juguetes, donde se gana la vida reparándolos a las ordenes de un anciano negro que lo aprecia, y lo arropa de tal forma que, tras su muerte, le deja en herencia una vieja propiedad situada en las afueras de la gran ciudad: una estación de trenes abandonada a la que él decide trasladarse a vivir. McCarthy se sirve de la discreción, del mutismo, del premeditado retiro que exige su protagonista a todos los demás personajes (en especial al locuaz cubano) para hacer de ese territorio íntimo y privado el espacio en el que paradójicamente se precipiten todos y cada uno de los conflictos que van a ir surgiendo. Durante la primera parte del film desarrollada en el establecimiento en el que lo observamos silencioso, concentrado, sumido con minuciosidad, detenimiento y soltura en su particular tarea reparadora, hay un plano que lo recoge desde el interior del comercio recién abierto, que nos permite contemplarlo mientras pone en marcha el trenecito parado que permanece a la vista del público en el escaparate. Llama la atención sobremanera la resignación desangelada, la abstracción apesadumbrada que destila el ademán triste, paralizado con el que él atisba el reiterado y consabido trayecto circular del juguete: se está observando a sí mismo. Hasta ese momento él es ese tren; su vida es ese itinerario insistido, retornado una y otra vez, precipitado cansinamente a la inercia de la diaria monotonía y la grisura quizás invitada.
La película, por el contrario, va definiendo sin rechinamientos los derroteros a través de los cuales el personaje observador, impasible y desapasionado, paradójicamente, contra su voluntad, pasa a ser el observado, el requerido, el transitado. No es casual, pues, que se le sitúe en un espacio que es símbolo diáfano de concurrencias, de trasiego, de movimiento y actividad como lo es una estación de trenes. El encanto del film radica precisamente en la justeza, la tersura y la transparencia con la que la cámara es testigo imperceptible, sigiloso (la puesta en escena es cómplice también del respeto y la distancia que exige Finbar) de cómo esta especie de patito feo consciente de su lacra, de su otredad traumatizante (“Supongo que estaba cabreado por ser enano”; “Sólo soy una persona simple y aburrida” llega a decir de sí mismo), de forma harto involuntaria, permaneciendo siempre firme en su autoreclusión, en la defensa del territorio que su propia soledad le ha adjudicado como defensa o como estilo de vida conformado deliberadamente, encandila y provoca cierta atracción inaquietable sobre todo aquel que de una manera u otra siente la necesidad de conocerlo, de tratarlo. Finbar se manifiesta, sin proponérselo, sin reunir, ni mucho menos, las virtudes más apropiadas para llegar a serlo, en un reverso silente, quasieremita, serio y sin partitura hechizante del poderoso flautista de Hamelín. Esta divertida y estimulante idea es preconizada por el realizador en la forma que tiene de presentar la particular relación secundante que mantiene el inquilino de la vieja estación con la pequeña Cleo; y, sobre todo, en la repetición por partida triple de un delicioso plano general de unos raíles abandonados en medio de la campiña. En el primero, es Finbar solo quien, realizando uno de sus habituales paseos, cruza andando la pantalla de derecha a izquierda. El plano dura justo el tiempo que a él le cuesta recorrer el segmento espacial que la cámara delimita con su encuadre. En el segundo, el mismo plano estático describe el mismo recorrido anterior de Finbar, pero esta vez seguido del parlanchín vendedor de perritos calientes; y, en el tercero, es la vecina artista la que completa la particular hilera de adventicios vecinos al unirse a la pareja anterior.
Este “hombre tranquilo”, reposado, que disfruta de la vida sentado en un banco observando el ímpetu unidireccional, férreo y veloz de los trenes que pasan cerca de su casa, transforma o influye en las existencias de las personas que lo rodean sin más estrategia que la de demandar la paz de su retiro. Olivia, la pintora que aún no ha superado la muerte de su hijo; Joe, el joven charlatan que trabaja en un barecito ambulante muy cercano a la estación heredada supliendo a su padre al parecer enfermo; la joven bibliotecaria del pueblo, y Cleo una niña que lo persigue en los paseos que da por los alrededores, entran en contacto con Finbar, son víctimas de la sugestión que enciende su presencia extraña, apartada, y es esa búsqueda inexplicable de la comunicación con el otro la que va a definir la relación de amistad que va a mantener este hombre pequeño con todos los antedichos personajes, en oposición a la del resto de personas que aparecen en el filme: Fin es querido por a quien intenta quererlo. El director establece una agresiva diferenciación entre estos dos tipos de actitudes: de un lado, la acosadoramente bienintencionada de todos los primeros, de otro, la de todos los que le increpan con los insultos y las burlas consabidos: los transeúntes que le preguntan dónde está Blancanieves, la cajera del supermercado que no le ve, la tendera que le hace una foto o los clientes de la cervecería dan constancia de las dificultades cotidianas a las que se ve abocado debido a su enfermedad. La mirada de McCarthy sobre su héroe es mucho más benévola que la de la sociedad que deja entrever. Acierta por entero al no cargar las tintas por el camino más trillado del melodrama con personaje traumatizado y marginado debido a una deformidad física. El debutante realizador elige con toda claridad el trazado mucho más estimulante, original y peligroso de las posibilidades que le brindan los encantos imprevistos de un hombre que huye a un lugar en el que le han asegurado un sosiego casi absoluto (“allí no hay nadie” le dice el abogado que le da cuenta del testamento), y al que las muy distintas circunstancias de las personas que allí lo interpelan se van a empeñar en, para su propio bien, negárselo. El éxito de la propuesta del director radica en el tacto (el demostrado en la tensa, descarnada relación apuntada con Olivia, en el retrato de ésta, en las escenas en la biblioteca), la sencillez (los planos de Finbar registrando el paso de los trenes, las conversaciones con la niña) y la depuración expositivos de los que, evitando cualquier tipo de disonancia estilística (y sin escatimar destellos de impagable sabor fordiano como la escena de la caza de trenes) , éste hace alarde para ir desvelando poco a poco la verdadera ruta de la historia trazada en esta delicada THE STATION AGENT: la del resquebrajamiento paulatino del particular comportamiento esgrimido por su protagonista a su llegada a Newfoundland. Esto es, la que define el itinerario que va desde la estación de salida del ser humano apagado que mira en actitud totalmente pasiva un trenecito de juguete en un escaparate hasta la de llegada que lo recibe evolucionado en objeto activo, observado, pretendido, y, finalmente, amigo compartidor de su mejor tesoro: saber mirar la vida con la calma de quien saborea un paisaje.
“La estación de tren de Newfoundland me sirvió de inspiración para el guión de VÍAS CRUZADAS. La vi mientras me dirigía en coche a visitar a mi hermano que acababa de comprar una casa junto a un lago en la parte occidental de Nueva Jersey. Había algo en esa estación abandonada que sobrevivía en medio de ninguna parte que me impresionó. Parecía una reliquia del pasado. Localicé a la persona propietaria de la estación y me introdujo en la subcultura de los fanáticos del ferrocarril (railfans), que están obsesionados con la historia y la cultura de los ferrocarriles norteamericanos. Me pareció fascinante el papel desempeñado por el ferrocarril para poner en contacto a la gente de este país”.
Tom McCarthy
Escribo estas líneas cuando los informativos de todos los medios de comunicación de este país leso están dando constancia del 11-A. Ha pasado un mes desde el día en el que ojalá los jefes de estación no hubieran dejado salir ningún tren; desde el día en el que los trenes no llegaron, porque los detuvieron para hacerlos escupir muertos. Dejó de existir el contacto entre las gentes del que habla Tom McCarthy. Amo los trenes, y quizás por eso me haya gustado tanto esta película humilde, moderada, honesta. THE STATION AGENT viene a reivindicar la estación de trenes que todas las personas buenas llevan dentro. Nada más humano hay que la capacidad de comunicarse, de iniciar el viaje de conocer al otro, por eso Finbar acaba rendido ante el alivio existencial que le supone aprender a conllevar su soledad en compañía. Las estaciones no son otra cosa que la suma viva de un montón de soledades compartidas. Nosotros mismos somos eso también en el fondo. Quiero para el mundo la paz que siente mi soledad viajera, cuando mira el mundo desde la ventana de un tren.
(****) Recomendada a todos aquellos que salen a la calle a gritar no a tantas cosas. La convierten en una estación valiente desde la que salen trenes dispuestos a cambiar el trayecto de este mundo. NO AL TERRORISMO.
Celso Hoyo Arce