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BUSCANDO AL TÍO DIPLODOCUS Y DENTADO NEMO
Avalado por el afecto que cierta parte de la crítica norteamericana más joven le profesa, Wes Anderson, pese a contar con una exigua filmografía, está considerado junto con Alexander Payne, el magnífico creador de la deliciosa ENTRE COPAS, como uno de los más firmes valedores de la nueva comedia estadounidense. Con tan solo tres películas, BOTTLE ROCKET, RUSHMORE, y LOS TENEMBAUMS, Anderson ha conseguido labrarse un reconocimiento que le permite emprender sus proyectos con una libertad de acción que para sí quisieran muchos otros realizadores, pues ha saldado con cierto éxito una particular desviación-aproximación a la comedia clásica. Anderson pretende ahondar desde una curiosa pespectiva el tema de las relaciones familiares, al describirlas como un microcosmos poblado de seres inadaptados, extraños, incomunicados entre sí, con misteriosas problemáticas individuales que imposibilitan la interrelación cercana de unos con otros.
LIFE ACUATIC supone, sólo en principio, un cambio estilístico. Anderson nos propone, en esta ocasión, una exótica aventura marina, que, muy reconociblemente, parte de la fascinación que el joven realizador siente por la figura del famoso oceanógrofo Jacques Cousteau. Steve Zissou, su protagonista, es un reputado documentalista marino en horas bajas. Sus últimos estrenos no han conseguido el éxito previsto, y, además, uno de sus colaboradores más queridos muere por culpa de su empeño en enfrentarse a una criatura, salvo por él, nunca vista por nadie, el denominado Jaguar Marino. La preparación de una nueva cruzada náutica, cuyo objetivo principal será la caza de la ignota criatura -Sissou tiene que soportar malignos comentarios sobre la dudosa existencia del escualo depredador- para vengar la masticada desaparición de su amigo Esteban, se va a convertir en la excusa argumental, mediante la cual Anderson vuelve a incidir en las temáticas ya exploradas con original empeño en sus anteriores trabajos. Sissou se revela como un ser que no concibe otra familia más que la de su tripulación. Ama, mima, encandila al grupo de personas venerantes que son capaces de seguirle en el empeño que el planifica. El desmedido apasionamiento por su trabajo, por su vocación, por sus descerebrados propósitos contrasta, no obstante, con el malogrado, frustrante, nulo panorama familiar que lo castiga fuera de los límites obedientes de los quehaceres bohemio-marinos que lo colman dentro de su barco: Su distanciada esposa le abandona para entregarse a su enemigo; se le presenta por sorpresa un joven piloto medio alelado de Kentucky confesándole que podría ser hijo suyo...
No seré yo quien cuestione desde estas líneas el presunto talento creador del incipiente cineasta. Es innegable el esfuerzo innovador que se trasluce en la composición cuidadísima de cada uno de sus planos. Pongamos un ejemplo. En el arranque, tras la escena del estreno del último documental, a la salida del teatro, todos brindan con champagne la acogida del público al trabajo de Sissou. El mecánico alemán de su tripulación se acerca hasta él con un niño que quiere hacerle un regalo, un pez que trae metido dentro de una bolsa de plástico con agua dentro. Sissou lo acepta de muy buen grado. Acto seguido, vemos como un grupo de personas increpa al comandante en la calle. Se produce un agolpamiento de la muchedumbre allí congregada. En uno de los zarandeos, la bolsa de plástico que Sissou lleva en la mano es perforada, y comienza a perder el agua que cubre al pez dentro de ella. Sin ningún tipo de redundancia mostrativa, sin un inserto explicativo anticipador, Anderson con un solo plano, elegante, ingenioso, preciso, resuelve la situación, haciendo que el famoso marinero arrebate a un acompañante una de las copas de cristal utilizada para el brindis celebrador, y la coloque debajo del agujero de la bolsa, dejando así que el pececillo se introduzca en ella, poniéndose a salvo. Destellos de esta sutileza acreditan la sabiduría que muchos se esfuerzan en atribuir a Anderson. Podríamos destacar también otras brillantes soluciones visuales, como las de ese largo plano secuencia que remite claramente al plano final felliliano de E LA NAVE VA, en el que la cámara persigue a Sissou por toda la nave, permitiendo que contemplemos con claridad cada una de sus estancias, y las actividades que ejercen en ellas todos los miembros de la tripulación; los maravillosos insertos musicales que propician las surrealistas apariciones del experto en seguridad brasileño, interpretando unas magníficas versiones cariocas de clásicos del gran David Bowie -lo mejor, sin duda, del film- a ritmo de bossa-nova; o la secuencia final de la inmersión en el sofisticado batiscafo que conduce a la expedición a un posible encuentro con el codiciado pez jaguar.
Sin embargo, LIFE ACUATIC, pese a la fosforescencia con la que está emperifollada no deja de transparentarse como la broma estúpida y ociosa de un realizador que no sabe hacer otra cosa, sino pretender dejar bien clarito en cada uno de sus planos los rasgos formales, arguméntales y humorísticos de lo que él pretende sea su intransferible autoría. Anderson va de brillante, y vende sopor a granel; persigue epatar insistiendo en el encanto de su rebuscado magnetismo filigranero, abstruso, paralizantemente ingenuo, y lo que consigue es deslavazamiento, inarticulación, cateto refinamiento. Ensimismado en el despliegue, en la exhibición de un universo propio (y engreído con las presuntas bondades de éste), el realizador comete la tropelía vanidosa de adaptar las necesidades del relato a tal geografía personal apriorísticamente, de forma completamente opuesta a la que sería deseable. Dicho universo no brota con naturalidad; se impone, determina el funcionamiento de todo el engranaje expresivo, desestimando cualquier opción que no venga a redundar en el autobombo lucidor de originalidad impostada. De ahí que toda la función adquiera el carácter arbitrario, la tonalidad huera de una pantomima caprichosa concebida para satisfacción de los que comulgan con el espejo en el que se mira el talento de su creador.
Las víctimas principales de tamaño artificio son, desde luego, los personajes elaborados para peregrinar todo el desaguisado concebido. No existen. Son caricaturas adornadas con rasgos distintivos y estrambóticos, desde los que parten a ninguna parte, pues no hay avance interno alguno en ellos, sólo deambule penitente, antojadizo desenfreno. Anderson los viste con un trazo tan grueso y tan repetido, que los hace desfallecer de inmediato. Se antojan criaturas arrastradas por la corriente inconsecuente de un relato que no los arropa, ni los modela, sino que los reclama como simple relleno. El director podría cambiarlos por otros, los que fuera, y su historia no se resentiría. Todos están caracterizados con perfiles pretendidamente simples, rocambolescos y efectivos que se agotan, se apagan con rapidez al no ubicar su extravagancia en el devenir de los acontecimientos con la espontaneidad necesaria. Nada pueden hace Angélica Houston con esa esposa cínica y distanciada, Wiliam Dafoe con ese alemanito entregado a la causa, Cate Blanchet con la inexistente fotógrafa, Jeff Godblum con el patético adversario, o cualquiera de todos los otros miembros del tan fulgoroso como inoperante reparto. Sólo merece ser destacada como digna, la contenida economía de gestos con la que Murray resuelve su cometido en este embolado tedioso, sin gracia, sin ritmo y sin fuste, maquinado a mayor gloria de la risita imbécil de un consentido postmoderno con ínfulas de genio, que confunde ironía con mirarse al ombligo haciendo jí, jí.
(*) Recomendada para marineros de agua destilada
Celso Hoyo Arce